La primera semana que estuve en
París no visité ninguno de los lugares emblemáticos de la ciudad. A Europa llegué un sábado a la una y pico de
la tarde, madrugada colombiana. Era el último día del mes de agosto y hacía un
calor infernal que sobrepasaba los 30 grados centígrados. Como había viajado
desde Bogotá, tenía puesto un buzo verde que las compañeras de mi oficina me
habían regalado de despedida y una camiseta blanca que dejaba en evidencia litros
de sudor a causa del gigantesco calor que se sentía (por no mencionar las tres
maletotas que llevaba en mi mano, espalda y cuello). En Madrid estuve cinco
horas, caminando por el aeropuerto, siendo maltratado por los funcionarios
españoles de las aerolíneas, descubriendo los nuevos tomacorrientes en los que
no entraban mis enchufes (que me llevaron a economizar la energía del celular,
el Ipad y el computador) y llevándome las manos a la cabeza cada vez que veía
los precios en los puestos de comidas (sí, al final terminaría comprando un
sándwich con una lata de coca cola en 9 euros).
Por aquel entonces estaba con
ganas de descubrir La ciudad de las luces,
de observar todas aquellas musas que tantas personas de distintas
nacionalidades habían visto y sentido. Llevaba en mi mano derecha la última
edición conmemorativa de Rayuela que había leído tanto, animado por la idea de
aterrizar en París, enamorarme de la
ciudad, caminar por los distintos caminos mágicos de un lugar casi mítico que
se mantiene con los años y pasar por el Pont
des Arts para mirar al horizonte como la Maga, convencido de que un
encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se
da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo del dentífrico. Pero no, más tarde que temprano me
enteré que la París de hoy no se parece mucho a la que caminó Horacio Oliveira
(¡ah! y por cierto, Rayuela volvería
a Colombia por medio de una amiga en febrero del año siguiente, es decir cinco
meses después de mi llegada).
En todo caso, luego de un viaje
de más de diez horas de Colombia a España, cinco horas en el aeropuerto y otras
dos saliendo con dirección a la capital de Francia, llegaría al aeropuerto de
Orly, sin ver la torre Eiffel o alguno de esos monumentos que tanto hay en las
postales. Fui hasta a Gambetta,
ubicado en el vingtième arrondissement,
que supuestamente es uno de los más peligroso de París (exagerados) y que sería
mi lugar de residencia hasta febrero del otro año, mes en el cual me echaron
porque necesitaban arrendarle la habitación a alguien más (sí, porque acá a uno
lo echan así pague si no se tiene contrato).
Me recibió la señora dueña de la
casa, con la que había estado en contacto por correo electrónico desde hacía un
par de semanas. Ella había estado viendo televisión (como de costumbre) hasta
la hora de mi llegada. Me saludó en francés y yo le respondí con un tímido y
mal pronunciado bonsoir, que por otro
lado, estaba lleno de temblor y del miedo que tenía al ser la primera vez que me
enfrentaba a un idioma extranjero sin la pequeña seguridad de que mi receptor
sabría algo de español. Siempre quedaba la posibilidad del inglés, pero el
problema con algunos franceses es que lo hablan tan mal, que inmediatamente
cortan la comunicación. Pero no es culpa de ellos, ni tampoco mía, son sólo
cosas que pasan. Afortunadamente nos pudimos entender y esto llevó a que la
señora me mostrara una habitación pequeña en el primer piso de su casa (sí,
afortunadamente era una casa), que si bien era demasiado pequeña (permítanme
que insista, pero hasta el momento no tenía clara las proporciones de la
palabra pequeña), sería mi lugar de reposo durante el primer mes de estadía. Le
di las gracias por todo y luego de haberle pedido la clave del Wi-Fi, llamé a
mis papás para decirles que había llegado bien. Luego me fui a dormir. O bueno,
me puse a hojear los tres libros con los que llegué (Rayuela, El nacimiento de
la tragedia de Nietzsche y How to be
alone) porque no tenía sueño, pero tampoco la concentración para
zambullirme en las palabras.
Mis sentimientos en aquel momento
eran confusos. O más bien, mezclados. Por un lado estaba la impaciencia de
comerme la ciudad, pero por el otro el miedo de estar por primera vez lejos del
país, en un lugar lejano, cuyo idioma apenas sí conocía. No sabía si iba a
poder cumplir el objetivo por el que vine (y naturalmente, todavía no sé si lo
voy a cumplir pero yo ando más relajado) y estaba ansioso de hacer de todo, de
pasar por todos los lugares turísticos lo más rápido posible, de hablar francés
como un nativo y tantas otras cosas que se han venido perdiendo o aplacando con
el paso del tiempo y la realidad.
El caso es que aquella noche no
pude dormirme sino hasta las 5 de la mañana, un par de minutos antes de que
saliera el sol. Eso llevó a que al otro día me despertara sobre las tres de la
tarde y empezara a caminar por el barrio, con el miedo de perderme y de luego
no saber cómo volver a mi casa. Caminé bastante, intentando recordar algunas
tiendas y calles para el regreso. Encontré en aquel paseíto (milagrosamente
abiertas, porque era domingo y en Europa, el domingo no se abra nada) una
tienda de objetos electrónicos donde vendían el adaptador que necesitaba para
mi enchufe y un Carrefour donde hice mis primeras compritas en idioma
extranjero (coca cola, galletas de chocolate, pan, queso y jamón). Luego de
cargada la batería del celular, volví a salir para tomar fotos de aquellas filas
de carros tan comunes en París, pero tan insólitas para mí, que estaba
acostumbrado a que los carros estuvieran principalmente en los parqueaderos. No
fue la gran cosa. O de pronto sí, para aquel provinciano llegado a una ciudad
que creía extraordinaria y donde cualquier memez le parecía algo maravilloso. En
todo caso, como aquel día, no fui en aquella semana a ninguno de los (tantos)
monumentos de la ciudad, puesto que estuve el lunes en la plaza de la République
comprando una sim card (que un mes después perdería en Polonia) y viendo la
manifestación de turno; el martes en el cementerio Père Lachaise (cuyas fotos
publicaré en una entrega futura); el miércoles yendo a la Oficina de
Inmigración; el jueves visitando el Barrio Latino y el viernes descansando del gigantesco
calor (ausente este año) luego de comprar una pizza (que bien cara sí me salió)
y unas cervezas que me tomé en mi cuarto al son de una película.
Por tanto cuando llegó el sábado
no sabía qué hacer: si ir a visitar de una vez los monumentos o hacer otra
vaina. Ganó la otra vaina y me fui a visitar uno de los barrios que había conocido
de oídas a través de Rayuela: Saint-Germain-des-Prés. Para tal efecto me fui
hasta la parada de metro más cercana, tomé la línea 3 hasta Réaumur-Sebastopol,
donde cambiaría a la 4 y llegaría a la estación Odéon, donde me bajaría dizque
para ir conociendo los alrededores. Fue por allá que mi estómago me informó que
debía comer y para tales efectos entré a uno de esos restaurantes griegos y
“baratos”, donde los cocineros no son griegos pero miran feo. En aquel lugar
pagué como 8 euros por el combo de Kebap (A.K.A. Gyro), papas y gaseosa, y me
senté en una esquinita, al lado de varios turistas a esperar la comida y a
pensar qué iba a encontrar en Saint Germain. Pasaron aproximadamente como diez
minutos antes de que el señor de la caja me llamara para que cogiera mi pedido
y fuera a comer. Debo mencionar que el dichoso señor era español y hablaba con
un acento fuerte, casi grosero, que hacía su aparición ya fuese en inglés o
francés.
También, que la formule me ganó. No pude comerme todo y
por ello le pedí al señor de la caja que me lo empacara para llevar. Debo decir
que se lo pedí en español y el tipo me respondió en español “claro no te
preocupes”, con aquella tuteada tan propia de los ibéricos. Inmediatamente botó
la comida que había en mi bandeja a la basura e inmediatamente a ese hecho
inopinado le hice el reclamo:
— ¡Pero si le había dicho que era
para llevar!
—No me importa, no es mi
problema. ¿Quieres algo más?
Lo miré con ganas de ahorcarlo.
Me dio rabia que hubiese sido tan grosero y que para completar hubiera lanzado
la comida al fondo de la caneca. Me llené de motivos para insultar internamente
a los españoles, para justificar que en este momento estuviesen en crisis y que
tuviera todas las desgracias que llevaban (y siguen llevando). Ya había
alimentado un poco de aquel odio irracional con los maltratos en el aeropuerto,
pero la botada de la comida ya era la raya. Por aquel entonces me faltarían por
un lado, diez meses para ir a España y comprender que no era cuestión de
nacionalidad y que si bien hay españoles mala leche que se merecen que los
llamemos euracas, también hay otros, buenas gentes, que son trabajadores y que
no andan metiéndose con los latinoamericanos. Además me faltarían un par de
meses en París, para comprender que como en Saint Michel y sus alrededores hay
muchísimos turistas, los meseros, de la mayoría de restaurantes, siempre andan
con un humor de perros, a toda hora, todos los días, tratando al cliente (sea
colombiano, gringo o sueco) como si fuera un animal.
Aquella experiencia me llevó a
salir un poco enfadado, refunfuñando entre dientes y echándole la madre a todo
lo que se atravesara. Uno de aquellos lugares que se atravesó sin quererlo ni
beberlo fue el Cinéma André des Arts ubicado en el 30, rue Saint-André des
Arts, cerca de la estación de Saint Michel (que por aquel entonces no tenía en
mi cabeza de la misma forma en que ahora la tengo). Me llamó la atención ver
que en un par de minutos iban a presentar Los
siete samuráis, película de Kurosawa que había visto en mi casa a través
del DVD y que me había parecido buena. En aquel momento que estaba frente al
teatro, no sabía que éste había sido fundado en 1972, ni tampoco que hay
muchísimos otros como éste en toda la ciudad. Solamente me pareció curioso y
por tanto, pagué los siete euros de la entrada, a sabiendas de que no habría
hecho lo mismo en Colombia.
Mal de turista podemos llamar, el
mismo que me haría pagar un día después 50 céntimos por la entrada al baño del
Subway de Saint Michel (al frente del Sena). En todo caso me dirigí a una
taquilla lo más de bonita, para decir con un francés bien charro “un ticket, si vous plait”. La señora me
entregaría el billete, luego de recibir los siete euros que costaba la entrada,
que yo le mostraría posteriormente a la mujer en la puerta de aquella sala en
donde hubo muchas sillas, pero pocas personas. Como es normal en una película
hubo trailers, sala oscura y voces en japonés subtituladas en francés. Creo que
así no hubiera visto la película antes, la hubiera entendido igual, porque se
hace entender sin importar el idioma (o de pronto es una simple elucubración
que hago luego de haber visto la película en un idioma que manejo). Al finalizar
el primer acto (porque fue presentada en dos actos) salí y me enteré que uno de
los asistentes era un colombiano, que me deseó suerte en mi búsqueda de
apartamento y que tendría en Facebook durante dos semanas antes de que él me
eliminara. De aquel día me acuerdo que
apenas terminé la película, me fui a caminar por la ciudad, perdiéndome y
escribiéndole por mensaje de texto a una chica paquistaní que había conocido en
el curso que me había perdido. Ella me “felicitó” por haber hecho algo tan “bueno”
en París como es perderse y volvió a su vida de siempre. Un par de días después
me enteraría que ella no quería salir conmigo o peor aún, que le fastidiaba que
le hablara. Nunca me dijo nada directamente, pero en español, inglés o francés;
ya sea de Colombia o de Taiwán, las mujeres se fastidian de la misma manera y
en todos lados se encargan de hacérselo saber a uno, ya sea por medio de las
palabras o por medio del lenguaje corporal. En fin. París me tenía reservadas
varias sorpresas (sobre todo negativas) y apenas estaba empezando a descubrir
las cosas, estaba empezando a desmitificarme de una ciudad tan bonita y de un
mundo que nos venden en Colombia como algo extraordinario (real-imaginario o
utilicen el cliché que ustedes deseen).
Hace un par de semanas fui con una amiga brasileña al museo de Orsay para dar una vuelta por allá y mientras caminábamos, ella me comentó en un ataque de sinceridad, que luego de pensarlo creía que no podía dejar de pensar en que cuando estábamos en nuestros países de origen, todo el tiempo estábamos imaginándonos París y sus lugares como algo mágico, pero una vez ahí, todo perdía ese encanto casi sobrenatural. En aquel momento no le entendí del todo sus palabras, puesto que estábamos en un lugar que me sigue deslumbrando (sobre todo por las pinturas de Van Gogh). Pero ahora que escribo este pequeño vomito de palabras, creo entender qué era lo que me quería decir, porque un teatro de cine, por más que lleve más de treinta años en el mercado, por más cine-arte que presente y por más París que sea, no dejará de ser un teatro de cine; como aquel que visitaba en la séptima en Bogotá hace ya mucho tiempo (por un precio muchísimo más bajo) o como aquel al que fui en Bucaramanga un par de veces en los últimos meses en los que viví en la casa de mis papás.