martes, 8 de enero de 2013

Serie 9 de abril de 1948 (Segunda parte)

Viene de: http://eljuiciodeeladio.blogspot.com/2012/03/serie-9-de-abril-de-1948-primera-parte.html


El levantamiento



El grito inicial fue espontáneo:<<¡A palacio!...¡A palacio! >>. La multitud vibra en su venganza, cuando llevan a rastras el cuerpo de Roa Sierra  y todos quieren matarlo de dolor, para vengar la sangre del jefe. Todos querían hacerle algo, patearlo, golpearlo, escupirlo, maldecirlo, profanarlo. El presidente del directorio liberal de Bogotá había dado la orden de llevarlo a palacio. En ese recorrido por la séptima hacía el sur, la multitud se detiene y en enjambre vuelve contra el cuerpo inerme del asesino: un hombre patea su cabeza, otro chuza su estómago con una lezna, lo arrastran. La expresión de los rostros es terrible cuando la venganza se desborda. Detrás, como la huella total de todo su cuerpo, polvo, rastros que iban quedando por la carrera séptima entre los rieles del tranvía; luego un embolador, como arrastrando una carretilla, lo lleva agarrado de las piernas, y así sigue el espectáculo sin que nadie se detenga, hacia el palacio de gobierno, en la ruta en que culminaría la primera fase del levantamiento.

Los curiosos se meten al drama como atraídos por un remolino de aguas embravecidas hasta llegar a palacio, símbolo del poder. Allí tratan de crucificar a Juan Roa Sierra, al amarrarlo en las puertas del edificio. Y finalmente, frente a palacio, queda el cuerpo de Roa Sierra, solitario, con dos corbatas amarradas al cuello. La intención era repetir la fiesta con el presidente Ospina, cuenta uno de los sobrevivientes. En esos momentos sale el pelotón de la guardia presidencial y dispara. Había culminado el primer intento de toma de palacio, un acto consciente, pero sin ninguna preparación. No había en esa masa y en la dirección del movimiento ninguna conexión. Era el instinto primario con el acicate que produce en el hombre el dolor profundo. El dolor que cambia definitivamente su vida.

Por la respuesta que recibió de la guardia presidencia, esa masa busca algo para defenderse. Los primeros policías entregan las armas. Unos por temor a ser linchados, otros por convicción gaitanista. <<Armarse >> es la voz que se escucha. La radio hace encendidos llamamientos. La ciudad se desborda. De los barrios periféricos vienen los artesanos, los obreros, el lumpen hacía el centro; quieren llegar a la plaza de Bolívar. Se producen los primeros saqueos, a ferreterías, armerías, depósitos de artículos de construcción. La gente asalta las bombas de gasolina, se quita las camisas, las empapa y comienzan las llamas a consumir muchos edificios, entre ellos, El Siglo, periódico conservador.

El pueblo adolorido se mete al Parlamento donde estaba sesionando la Conferencia Panamericana. Saca los muebles de las oficinas y se recrea con las hogueras en la mitad de la Plaza de Bolívar. Luego, esa masa piensa sorprender de nuevo a la guardia de palacio, avanza por la carrera sexta y baja por la octava para el segundo intento de llegar a la casa de gobierno. La patrulla los recibe a bala.



Ese pueblo que ha pasado por encima del miedo, que no piensa en esos momentos en su propia supervivencia embarca sus ansias contra el palacio. Pero de nuevo están ellos, los de la guardia presidencial. Los cuerpos se desploman, se entrecruzan los gritos de agonía y crece, en tumulto, la muerte.

Obnubilada en sus sentimientos, fija en su mirada obsesiva en sus objetivos, con uno que otro fusil, con muchos machetes blandiendo al aire, esa masa se lanza por tercera vez contra palacio. La tropa responde sin contemplaciones. Los muertos se redoblan. Los que vienen de la avanzada levantan a los muertos por los brazos, por las piernas, para abrirse paso hacía el camino definitivo de las ametralladoras. Esa masa anodina no vacila entre retroceder y avanzar, avanza aprovechando la topografía pendiente de la calle octava. Es la retaguardia multitudinaria que empuja a la vanguardia, cuando los hombres intentan desfallecer. La lucha estuvo a punto de definirse cuerpo a cuerpo y la victoria hubiera sido para el bando de mayor experiencia en este tipo de combate.

Un salvaje aguacero que cae a las tres d la tarde salva en definitiva a la ciudad. La lluvia hizo dispersar a mucha gente. Vuelven los infructuosos intentos de llegar a palacio. Hubo otros obstáculos. Un sobreviviente recuerda que <<los curas del colegio San Bartolomé fue mucho lo que dispararon>>, impidiendo otras tentativas.

Los francotiradores desde los techos y las azoteas, se mueven felinamente y siembran la muerte. La tierra trepida. Alguien ve los tanques, el primero trae torreta, como insignia de la paz, un trapo blanco: sobre ellos muchos hombres del pueblo levantan banderas y gritan confiados <<¡A palacio! >>. La gente celebra su aparición con vivas y con el ondear de banderas rojas. En el pueblo surge una fatal ilusión: esos son sus tanques o cree, en últimas, que son los tanques de la revolución. La defensa de Gaitán al teniente Cortés había cimentado esa esperanza. La influencia gaitanista en los sectores medios del ejército, así lo confirmaba. Los tanques siguen sus pesados pasos. En el primero marcha el capitán Serpa, padre gaitanista de Santander. Sale del tanque como calmando a la multitud. Le disparan. Nadie sabe quién le disparó. El segundo hombre que está al mando del blindado voltea la torreta y enfoca la ametralladora contra la multitud sorprendida. Parecía como si un pueblo entero hubiera entrado a un gigantesco almacén de vestidos de hombre y los hubiera tirado a la calle. Fue la masacre total en la Plaza de Bolivar.

Había culminado dolorosamente, con la derrota para el pueblo, un levantamiento cuya expresión esencial había sido el espontaneísmo con un claro objetivo político: pretender tomar el palacio. En ese momento, como en la historia que sigue, nadie lanzó una consigna distinta a la del cambio del gobierno conservador por un gobierno liberal. La llamada revolución abrileña no tenía otro sentido.

Luego vendría la otra fase, la descomposición del movimiento, ya convertido en la más absoluta de las anarquías, donde no existía una razón para la lucha, sino que la acción fue arrastrada por el alcohol y el saqueo a la ciudad, en forma multitudinaria.

Papel de la radio

El papel que tuvo la radio, ese día y los otros días, hay que analizarlo con frialdad. Creó una interesante actividad agitacional, a la vez que produjo el desconcierto y la inmovilización de las masas, al confundir, quienes lanzaron todo tipo de consignas, la realidad con el subjetivismo y la fantasía. Simultaneamente, jóvenes revolucionarios de distintas tendencias, liberales, comunistas, socialistas, ocuparon diversas emisoras, especialmente la Radio Nacional, y por ella difundieron proclamas a todo el país, instando a la creación de juntas populares de gobierno que se hicieran cargo del poder local. Sus llamamientos empujaron a la población a la búsqueda de armas, en ferreterías, en armerías. Pero en definitiva, lo emocional contrarrestó lo real de la situación y muchos de ellos se dejaron llevar por su fantasía, dando la información al país de la caída del gobierno conservador y de la ejecución de algunos dirigentes de ese partido.

Las masas populares se dedicaron a festejar el triunfo radial, especialmente los sectores más humildes. Asaltaron cantinas, bares, cigarrerías, y todo lo que encontraron de camino, para darse la comilona y la borrachera más grande de sus vidas.

Fue esto lo que se escuchó por diversas emisoras: <<Últimas noticias con ustedes. Los conservadores y el gobierno de Ospina Pérez acaban de asesinar a Gaitán, quien cayó frente a la puerta de su oficina abaleado por un policía ¡Pueblo: a las armas! ¡A la carga! A la calle con palos, con escopetas, cuanyo haya a la mano. ¡Asaltad ferreterías y tomaos la dinamita, la pólvora, las herramientas, los machetes…!>>.

<<Aquí la Radio Nacional tomada por un comando revolucionario de la universidad. En este momento Bogotá es un mar de llamas como la Roma de Nerón. Pero no ha sido incendiada por el emperador sino por el pueblo, en legítima venganza de su jefe. El gobierno ha asesinado a Gaitán, pero a estas horas, ya el cuerpo de Guillermo León Valencia cuelga de la lengua en un poste de la plaza de Bolívar. Igual suerte han corrido los ministros José Antonio Montalvo y Laureano Gómez. ¡Arden los edificios del gobierno asesino! ¡El pueblo grandioso e incontenible se levanta para vengar a su jefe y pasear por la calle el cadáver de Ospina Pérez!¡Pueblo, a la carga!¡A las armas! ¡Tomaos las ferreterías y armaos con las herramientas!>>

<<Con ustedes, Jorge Zalamea Borda, para comunicarles que se acaba de recibir un radio de Nueva York avisando que el doctor Eduardo Santos salió ya en avión expreso a Bogotá, a tomar el poder y restablecer el orden constitucional en su calidad de primer designado. El movimiento del pueblo está triunfante y el régimen oprobioso de Mariano Ospina Pérez ha caído para siempre…>>

Los centenares de presos comunes que escaparon de las cárceles de la Picota y Municipal que hicieron su agosto en la ciudad, fueron otro factor que influyó  en el desbordamiento de la población hacia el saqueo y la anarquía.

La hora de las definiciones políticas

Al caer la tarde del 9 de abril, el movimiento popular como expresión de levantamiento espontáneo, estaba fracasado. En la noche, ese pueblo que había entregado su vida por el ideal de volver a un régimen liberal, nada tenía que hacer en el futuro de las decisiones políticas. El presidente Ospina ya tenía un evidente control militar sobre la ciudad.  La multitud había sido desalojada del centro, especialmente de los sectores neurálgicos como la zona bancaria. Los militares sólo habían custodiado los bancos, mientras mirabas impasibles a ese pueblo, sediento, asaltar almacenes y ferreterías. Después de las seis de la tarde, la tropa comenzó a tomar la ciudad cuadra por cuadra. Ello, naturalmente, le daba cierta estabilidad al gobierno de Ospina.



En las horas de la tarde, el partido comunista y la CTC lanzaron consignas de formación de milicias populares y organización de una junta revolucionaria de gobierno. Pero no tenían las fuerzas reales ni los métodos acertados para conducir a esa masa anarquizada. En tempranas horas, después de conocerse la noticia del asesinato de Gaitán, se determinó la huelga general y ésta se produjo, no como fuera de convicción, sino por un proceso de arrastre espontáneo de la población, que sin plan de ninguna naturaleza, paralizó la ciudad.
Se forman entonces los epicentros políticos donde se conjugaron las distintas opiniones de los liberales, gentes de izquierda y del pequeño partido comunista. En la clínica Central, en la sala de radiografía, incluso antes de darse la noticia definitiva de la muerte de Gaitán, porque se ocultó por varias horas, se comenzó a discutir lo que se iba a hacer, el rumbo que debían tomar los acontecimientos. El pueblo ya estaba levantado en las calles, expectante, a la espera de las orientaciones de sus dirigentes que nunca llegaron.

En la clínica Central resaltaban varias tendencias en las discusiones, recuerda Diego Montaña Cuellar. Alfonso Araujo y otro grupo que estaba con él sostenían la tesis que había que restablecer la Unión Nacional, que lo que estaba sucediendo en Bogotá era sumamente grave, que el pueblo estaba en una situación espantosa. Otros sostenían que el responsable de la muerte de Gaitán y de la violencia que vivía el país era el gobierno de Ospina y que por tanto se le debía exigir la renuncia. Una tercera, entre ellos la posición de Plinio Mendoza Neira y Alberto Arango Tavera,  era que no se le debía pedir la renuncia a Ospina, que se debía conversar con los militares y dar un golpe. Triunfó la tesis de los partidarios de restablecer la Unión Nacional para acabar con el levantamiento del pueblo, con su insurgencia. Eran los que deseaban ir a palacio a pedirle la renuncia al presidente.

Es el propio Carlos Lleras Restrepo quien da la explicación sobre aquella reunión en la clínica Central, años más tarde en sus reflexiones, cuando dice que ellos comprendieron que la constitución de una junta revolucionaria <<crearía automáticamente la protocolización de un estado revolucionario con imprevisibles consecuencias>>.  Y aclara que su posición, como la de Echandía, Araujo y muchos otros liberales, fue que era conveniente y necesario restablecer un inmediato contacto con el gobierno para poner fin a los choques violentos y para buscar la fórmula más adecuada a fin de evitar que el país se precipitara en la anarquía.

Era bien clara la posición de los liberales que fueron a palacio y hasta el carácter que deberían expresar las futuras conversaciones.

La Junta Central Revolucionaria

La batalla política había comenzado. Ospina espera refuerzos militares de Tunja y ya tiene una amplia información de lo que está sucediendo en Bogotá y en los departamentos. Le dicen que una delegación de notables liberales se dirige a palacio para hablar con él. La situación en ese momento ya le era totalmente favorable. La Conferencia Panamericana fue suspendida y la mayoría de los delegados fue a resguardarse en el batallón de la guardia presidencial. El ejército recupera la Radiodifusora Nacional y comienza la transmisión de boletines oficiales del gobierno. En palacio se inician las conversaciones entre los dirigentes liberales y el presidente Ospina.

En la emisora Últimas Noticias se produce un fenómeno por cierto muy interesante, pero a la postre de resultados muy limitados. Se crea la Junta Central Revolucionaria de gobierno, con objetivos sujetos al desarrollo de las conversaciones en palacio. No plantean una razón de poder, ni siquiera de expectativa. Hizo estragos la mentalidad de subalternos en quienes pretendieron darle un cauce real y definitivo al movimiento. Gerardo Molina recuerda que cuando hablaron de crear una junta de gobierno fue para que mantuviera la moral de la gente, con la intención de hacer algo, por si el pueblo oía; pero ya no escuchaba: cualquier orientación caía en el vacío. Se dieron consignas referentes al mantenimiento de la moral y a la vigilancia del aeropuerto.

La Junta Central Revolucionaria, que para muchos fue fantasmal, pero que en cierta medida buscó convertirse en un factor de dirección, de organización fue integrada por Gerardo Molina, Adán Arriaga Andrade, Jorge Zalamea, Rómulo Guzmán, Carlos Restrepo Piedrahíta y Carlos H. Pareja.  La junta dictó su primer decreto: Constitúyase Últimas Noticias en el órgano oficial de difusión al servicio del comité ejecutivo de la Junta Central Revolucionaria de gobierno y del movimiento liberal que se desarrolla en el país.

Y desde Últimas Noticias Arriaga Andrade dijo: <<La Junta Revolucionaria anunca que en la Quinta División de policía vamos a distribuir armas en primer lugar. Y en segundo, a todo el que se capture con atados en la cabeza, asaltando y robando, llevarlo a la Quinta División, cerca del panóptico, para seguirle inmediatamente consejo revolucionario>>.

Ocurrió todo lo contrario de lo que se anunciaba por radio. Quienes pasaron esa noche decisiva en la Quinta División de policía, estuvieron pegados al cordón telefónico en línea directa con palacio, a la espera infinita de posible orientación o de cualquier tipo de órdenes.    

Las conversaciones en palacio

En un ambiente de frialdad protocolaria, el presidente Ospina recibe la visita de los dirigentes liberales. Al comienzo tratan de evitar el ambiente tenso de posibles acusaciones. No revelan sus primarias intenciones. Le relatan al presidente sus peripecias en la calle por las cuales atravesaron hasta llegar a palacio. A petición suya, Plinio Mendoza cuenta la forma en que se produjo el asesinato de Gaitán. Lleras Restrepo interrumpe a Mendoza Neira, se está perdiendo demasiado tiempo, se debe actuar con prontitud.

Como no existe un acuerdo tácito entre los delegatarios liberales, quien habla a nombre de la comisión no es un caracterizado político, sino un veraz periodista, don Luis Cano. Lo hace con un lenguaje distanciado. Después de decirle al presidente cómo lo admira y respeta, y de qué manera El Espectador ha venido defendiendo su administración y luego de ponerse a sus órdenes como colombiano y amigo, cree <<que debemos considera alguna medida rápida y efectiva, porque el tiempo apremia y no debemos esperar a que sea demasiado tarde>>.

Es el presidente quien pregunta: <<¿Qué medida insinúan que debe tomarse?>> Nadie responde. Están tanteando el terreno. El presidente Ospina insiste en su pregunta, don Luis Cano responde que no venía preparado para esta entrevista, que sus compañeros tienen la palabra. Lleras es el más decidido. Expresa que cualquier medida que se tome llegará demasiado tarde. Es el propio Lleras Restrepo quien nos da luces sobre cuáles eran las pretensiones de los liberales, que hasta ese momento ninguno había expresado. Habla de los antecedentes que habían ocasionado el rompimiento de la Unión Nacional, tan frescos todavía; que sólo el retiro del presidente Ospina podría tener suficiente eficacia para calmar las multitudes. Le parecía que ese camino, que dejaba a salvo los sistemas constitucionales, era por todos los aspectos preferible a que sobreviniera el derrocamiento del gobierno, porque el país había entrado en un estado de anormalidad jurídica cuyo posterior desarrollo nadie podía siquiera prever.

Eran simplemente como <<los puntos de vista de unos liberales preocupados por la suerte del país y no como una petición que nosotros pudiéramos formular al presidente como representantes de las gentse amotinadas, ni como un ultimátum que una revolución hiciera por nuestro conducto>>.

Alfonso Araújo le increpa al presidente: los incendios cubren la ciudad, <<oiga las ametralladoras del ejército. ¡Esto es una masacre horrible!>> Vaticina la caída del gobierno. Ospina le responde que el ejército está cumpliendo el deber elemental de defender la constitución. Don Luis Cano recomienda a sus compañeros más cordura y cordialidad en las deliberaciones, concilia los ánimos. Echandía, que había sido elegido sucesor de Gaitán en la clínica Central, en ese trascurrir es un hombre mudo. Espera seguramente la culminación de ese mar de palabras.

Mendoza Neira dice con gran entusiasmo que Echandía es el único hombre capaz de contener las iras del pueblo, por su prestigio, porque fue aclamado por la multitud al conocerse la noticia de la muerte de Gaitán. Roberto Salazar Ferro está de acuerdo. El propio Ospina les abre el camino para que ellos clarifiquen su fórmula: <<Entonces ustedes lo que quieren es que el presidente se retire del poder, ¿no es eso?>> Lleras Restrepo no oculta su euforia. Es un punto que le parece muy importante. Ospina era dueño de la situación. Sus interlocutores sólo estaban expresando <<puntos de vista>>. Él estaba jugando con las cartas del tiempo. Los refuerzos de Boyacá estaban en camino, y tenía bajo su control la situación del país, exceptuando Ibagué.

Con frialdad responde a los liberales que el pueblo lo eligió para regir sus destinos y, al abandonar la presidencia de la República, su nombre pasaría a la historia como un traidor, arrojando el más horrible baldón a la memoria de sus antepasados. Les pide que piensen que lo que sucedería en los departamentos, por lo menos seis de ellos marcharían a reconquistar el poder que se les había arrebatado. <<Tendríamos, pues, la guerra civil>>.

Se rompe el encanto de una posible ilusión, por impotencia ante la amenaza del presidente de una guerra civil No tienen en sus manos sino las palabras. Ahora vienen las incriminaciones de que el gobierno de Ospina es el culpable de la violencia. El presidente les pregunta nuevos detalles de cómo llegaron a palacio. El tiempo sigue sus lentos pasos. Echandía se anima un poco. Lleras insiste en la fórmula del retiro del presidente. El presidente responde que saldrá vivo de palacio y no será sino cuando termine legalmente su periodo. Don Luis Cano insiste en que su separación del poder facilitaría la terminación de la revuelta y se haría digno de la gratitud del pueblo colombiano. Ospina contraargumenta que su separación del poder, lejos de arreglar, empeoraría la situación, provocando una sangrienta guerra civil.

Ospina nada prometió, nada avanzó ante los comisionados liberales, como no fuera su propósito  de permanecer a todo trance en la presidencia. Sólo él podía definir la situación, tenía sus razones.

Posteriormente, Lleras Restrepo, con otros elementos de juicio, enfocaría así la situación: <<Naturalmente, el presidente tenía en esos momentos informaciones de que nosotros carecíamos, sobre todo respecto a la situación creada en Antioquia y en algunos otros lugares del país, y tenía razón al pensar que si bien su retiro podría calmar el ánimo de los liberales en Bogotá y contener la revuelta, era bien posible que el conservatismo se negara a aceptar esa solución y se creara automáticamente un estado de guerra civil en la República>>.

Darío Echandía recuerda con una especie de mea culpa las conversaciones de palacio: <<Es evidente que don Luis Cano le dijo al doctor Ospina que la solución era que me encargara yo del mando. ¿A qué título? Era un golpe de cuartel, un golpe de estado. Yo no era el designado; el designado era el doctor Santos, que estaba en Nueva York>>.

La Quinta División de policía

En la Quinta División de policía, setecientos hombres insubordinados, bajo la dirección del capitán Tito Orozco, con la presencia de Adán Arriaga Andrade, estaban sometidos esa noche del 9 de abril a la espera de las órdenes desde arriba. A esa terrible espera que no permite a los hombres tomar decisiones en momentos tan definitivos en la historia de un país. Porque influía más en ellos la psicología de ser subalternos. Sólo existían para ellos las jerarquías. No había órdenes habladas ni escritas que los empujasen a actuar decididamente. Sus ojos, sus mentes, su accionar nervioso estaban en palacio. Y los que se encontraban en palacio no iban a pronunciar ese tipo de órdenes. Los hombres que vivieron esa terrible noche en la Quinta División de policía no tuvieron el aliento suficiente para poner a funcionar sus armas.

En la tarde del 9 de abril, entre la ola de manifestaciones que penetró a la Tercera División de policía, estaba un joven estudiante de 21 años llamado Fidel Castro. Aunque estuvo entre los primeros que entraron, sólo pudo tomar un fusil de gases lacrimógenos y un montón de cápsulas para cargarlo. Subió a uno de los pisos superiores en busca de otro tipo de arma y entró en una habitación. Alí había varios policías que no atinaban qué hacer. En medio de aquel desorden, Fidel se puso un par de botas, una capota militar y una gorra y bajó hacia el patio donde se sentían muchos tiros al aire. Alguien quiso poner orden, y Fidel se unió a un grupo que en el palacio se alineaba en escuadra. Un oficial le preguntó qué iba a hacer con un lanzador de gases y sin esperar respuesta agregó: <<Lo mejor que puedes hacer es darme eso y toma este fusil>>. Fidel Castro, desde luego, no opuso reparos.

Fidel, al conocer la noticia del asesinato de Gaitán, se involucró de inmediato al levantamiento. Con su fusil se trasladó con un grupo de estudiantes a defender la Radio Nacional, que ya estaba cercada por el ejército. Luego fue a la Universidad Nacional y más tarde a otra estación de policía. En la otra noche llegó a la Quinta División. Como cualquier colombiano conmocionado por los acontecimientos, vivió intensamente la tarde abrileña. Había venido a Bogotá unos días antes, para participar como delegado en un congreso estudiantil que se estaba celebrando para protestar contra la Conferencia Panamericana. Había conocido personalmente a Gaitán el 7 de abril, porque él le había prometido a una delegación estudiantil que hablaría  en la clausura del evento. Fidel, junto con otros estudiantes, tenía una cita con Gaitán el 9 de abril a las dos de la tarde. Cita que no pudo cumplirse.

En la Quinta División de policía vio aquella fuerza grande de setecientos hombres armados, acuartelados a la defensiva. Y reflexionó sobre esa situación. Le pide una entrevista al jefe de la guarnición y le dice que toda experiencia histórica demuestra que una fuerza acuartelada está perdida. Le habla de la propia experiencia cubana: toda tropa que se acuarteló siempre estuvo perdida. Le razona, le discute, le argumenta y le propone que saque la tropa, que es una torpa fuerte, que atacando podría realizar acciones decisivas. El jefe de la policía lo escuchó, pero no tomó ninguna decisión. Fidel le insistía que lanzara a ese grupo de hombres armados contra el palacio de gobierno. Fidel recuerda <<Nos pasamos toda la noche esperando el ataque del ejército>>. Luego le tocó ir de comisión junto a un grupo de policías, en los alrededores de Monserrate, esa madrugada.

Adán Arriaga Andrade, por cierto dolorosamente crítico, recuerda que esa noche en la Quinta Divisón de policía había en ellos una especie de indecisión que los amarraba y les impedía realizar cualquier acción, un sentido de respeto jerárquico: <<Nosotros queríamos actuar, nos faltó personalidad suficiente como para decir: Aunque nos maten, aunque pase lo que pase, nosotros vamos actuar…>> Pero no actuaron. Fue, para ellos, una noche adivinando ¿la dirección liberal estará en palacio, estarán presos o tendrán acorralado a Ospina? No había información, todo fue un gran desorden. Los setecientos policías insubordinados vivieron esa noche, como vivió el país, a la espera de órdenes que nunca llegaron.

Lleras Restrepo recuerda en su analítica y fría memoria una de las llamadas que recibió desde la Quinta División de policía en la madrugada del 10 de abril. Respondió que todavía no había solución de ninguna clase, que los liberales estaban en palacio insistían  en buscar la solución que juzgaban adecuada. Pero que no quería en manera alguna <<que pudiera decirse más tarde que por consideración con nosotros, el pueblo liberal de Bogotá había quedado inmovilizado en su acción>>. Insiste en que <<nosotros no aconsejábamos la insurrección ni estimamos nunca que ése fuera el camino conveniente  para el liberalismo y la República>>. Agrega que <<quienes estaban afuera en contacto con la gente, adoptaron por su propia voluntad la decisión de esperar el resultado de nuestras gestiones y no por orden nuestra…>>.
La Junta Revolucionaria desapareció en la noche. Su objetivo agitacional perdió importancia ya al caer la tarde del mismo 9 de abril. De sus consignas, nada quedaba, sólo el eco de las órdenes de la Junta Revolucionaria que se escuchaban en pequeñas y grandes poblaciones, donde se habían constituido también juntas revolucionarias que estaban sujetas a la espera de orientaciones del Comando Superior.

Fue, a todo nivel, la espera de la misma espera.
  

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