El
levantamiento
El
grito inicial fue espontáneo:<<¡A palacio!...¡A palacio! >>. La multitud
vibra en su venganza, cuando llevan a rastras el cuerpo de Roa Sierra y todos quieren matarlo de dolor, para vengar
la sangre del jefe. Todos querían hacerle algo, patearlo, golpearlo, escupirlo,
maldecirlo, profanarlo. El presidente del directorio liberal de Bogotá había
dado la orden de llevarlo a palacio. En ese recorrido por la séptima hacía el
sur, la multitud se detiene y en enjambre vuelve contra el cuerpo inerme del
asesino: un hombre patea su cabeza, otro chuza su estómago con una lezna, lo
arrastran. La expresión de los rostros es terrible cuando la venganza se
desborda. Detrás, como la huella total de todo su cuerpo, polvo, rastros que
iban quedando por la carrera séptima entre los rieles del tranvía; luego un
embolador, como arrastrando una carretilla, lo lleva agarrado de las piernas, y
así sigue el espectáculo sin que nadie se detenga, hacia el palacio de
gobierno, en la ruta en que culminaría la primera fase del levantamiento.
Los
curiosos se meten al drama como atraídos por un remolino de aguas embravecidas
hasta llegar a palacio, símbolo del poder. Allí tratan de crucificar a Juan Roa
Sierra, al amarrarlo en las puertas del edificio. Y finalmente, frente a
palacio, queda el cuerpo de Roa Sierra, solitario, con dos corbatas amarradas al
cuello. La intención era repetir la fiesta con el presidente Ospina, cuenta uno
de los sobrevivientes. En esos momentos sale el pelotón de la guardia
presidencial y dispara. Había culminado el primer intento de toma de palacio,
un acto consciente, pero sin ninguna preparación. No había en esa masa y en la
dirección del movimiento ninguna conexión. Era el instinto primario con el
acicate que produce en el hombre el dolor profundo. El dolor que cambia
definitivamente su vida.
Por
la respuesta que recibió de la guardia presidencia, esa masa busca algo para
defenderse. Los primeros policías entregan las armas. Unos por temor a ser
linchados, otros por convicción gaitanista. <<Armarse >> es la voz
que se escucha. La radio hace encendidos llamamientos. La ciudad se desborda.
De los barrios periféricos vienen los artesanos, los obreros, el lumpen hacía
el centro; quieren llegar a la plaza de Bolívar. Se producen los primeros
saqueos, a ferreterías, armerías, depósitos de artículos de construcción. La
gente asalta las bombas de gasolina, se quita las camisas, las empapa y
comienzan las llamas a consumir muchos edificios, entre ellos, El Siglo,
periódico conservador.
El
pueblo adolorido se mete al Parlamento donde estaba sesionando la Conferencia
Panamericana. Saca los muebles de las oficinas y se recrea con las hogueras en
la mitad de la Plaza de Bolívar. Luego, esa masa piensa sorprender de nuevo a
la guardia de palacio, avanza por la carrera sexta y baja por la octava para el
segundo intento de llegar a la casa de gobierno. La patrulla los recibe a bala.
Ese
pueblo que ha pasado por encima del miedo, que no piensa en esos momentos en su
propia supervivencia embarca sus ansias contra el palacio. Pero de nuevo están
ellos, los de la guardia presidencial. Los cuerpos se desploman, se entrecruzan
los gritos de agonía y crece, en tumulto, la muerte.
Obnubilada
en sus sentimientos, fija en su mirada obsesiva en sus objetivos, con uno que
otro fusil, con muchos machetes blandiendo al aire, esa masa se lanza por
tercera vez contra palacio. La tropa responde sin contemplaciones. Los muertos
se redoblan. Los que vienen de la avanzada levantan a los muertos por los
brazos, por las piernas, para abrirse paso hacía el camino definitivo de las
ametralladoras. Esa masa anodina no vacila entre retroceder y avanzar, avanza
aprovechando la topografía pendiente de la calle octava. Es la retaguardia
multitudinaria que empuja a la vanguardia, cuando los hombres intentan
desfallecer. La lucha estuvo a punto de definirse cuerpo a cuerpo y la victoria
hubiera sido para el bando de mayor experiencia en este tipo de combate.
Un
salvaje aguacero que cae a las tres d la tarde salva en definitiva a la ciudad.
La lluvia hizo dispersar a mucha gente. Vuelven los infructuosos intentos de
llegar a palacio. Hubo otros obstáculos. Un sobreviviente recuerda que <<los
curas del colegio San Bartolomé fue mucho lo que dispararon>>, impidiendo
otras tentativas.
Los
francotiradores desde los techos y las azoteas, se mueven felinamente y
siembran la muerte. La tierra trepida. Alguien ve los tanques, el primero trae
torreta, como insignia de la paz, un trapo blanco: sobre ellos muchos hombres
del pueblo levantan banderas y gritan confiados <<¡A palacio! >>.
La gente celebra su aparición con vivas y con el ondear de banderas rojas. En
el pueblo surge una fatal ilusión: esos son sus tanques o cree, en últimas, que
son los tanques de la revolución. La defensa de Gaitán al teniente Cortés había
cimentado esa esperanza. La influencia gaitanista en los sectores medios del
ejército, así lo confirmaba. Los tanques siguen sus pesados pasos. En el
primero marcha el capitán Serpa, padre gaitanista de Santander. Sale del tanque
como calmando a la multitud. Le disparan. Nadie sabe quién le disparó. El
segundo hombre que está al mando del blindado voltea la torreta y enfoca la
ametralladora contra la multitud sorprendida. Parecía como si un pueblo entero
hubiera entrado a un gigantesco almacén de vestidos de hombre y los hubiera
tirado a la calle. Fue la masacre total en la Plaza de Bolivar.
Había
culminado dolorosamente, con la derrota para el pueblo, un levantamiento cuya
expresión esencial había sido el espontaneísmo con un claro objetivo político:
pretender tomar el palacio. En ese momento, como en la historia que sigue,
nadie lanzó una consigna distinta a la del cambio del gobierno conservador por
un gobierno liberal. La llamada revolución abrileña no tenía otro sentido.
Luego
vendría la otra fase, la descomposición del movimiento, ya convertido en la más
absoluta de las anarquías, donde no existía una razón para la lucha, sino que
la acción fue arrastrada por el alcohol y el saqueo a la ciudad, en forma
multitudinaria.
Papel de la radio
El
papel que tuvo la radio, ese día y los otros días, hay que analizarlo con
frialdad. Creó una interesante actividad agitacional, a la vez que produjo el
desconcierto y la inmovilización de las masas, al confundir, quienes lanzaron
todo tipo de consignas, la realidad con el subjetivismo y la fantasía.
Simultaneamente, jóvenes revolucionarios de distintas tendencias, liberales,
comunistas, socialistas, ocuparon diversas emisoras, especialmente la Radio
Nacional, y por ella difundieron proclamas a todo el país, instando a la
creación de juntas populares de gobierno que se hicieran cargo del poder local.
Sus llamamientos empujaron a la población a la búsqueda de armas, en
ferreterías, en armerías. Pero en definitiva, lo emocional contrarrestó lo real
de la situación y muchos de ellos se dejaron llevar por su fantasía, dando la
información al país de la caída del gobierno conservador y de la ejecución de
algunos dirigentes de ese partido.
Las
masas populares se dedicaron a festejar el triunfo radial, especialmente los
sectores más humildes. Asaltaron cantinas, bares, cigarrerías, y todo lo que
encontraron de camino, para darse la comilona y la borrachera más grande de sus
vidas.
Fue
esto lo que se escuchó por diversas emisoras: <<Últimas noticias con ustedes.
Los conservadores y el gobierno de Ospina Pérez acaban de asesinar a Gaitán,
quien cayó frente a la puerta de su oficina abaleado por un policía ¡Pueblo: a
las armas! ¡A la carga! A la calle con palos, con escopetas, cuanyo haya a la
mano. ¡Asaltad ferreterías y tomaos la dinamita, la pólvora, las herramientas,
los machetes…!>>.
<<Aquí
la Radio Nacional tomada por un comando revolucionario de la universidad. En
este momento Bogotá es un mar de llamas como la Roma de Nerón. Pero no ha sido
incendiada por el emperador sino por el pueblo, en legítima venganza de su
jefe. El gobierno ha asesinado a Gaitán, pero a estas horas, ya el cuerpo de
Guillermo León Valencia cuelga de la lengua en un poste de la plaza de Bolívar.
Igual suerte han corrido los ministros José Antonio Montalvo y Laureano Gómez.
¡Arden los edificios del gobierno asesino! ¡El pueblo grandioso e incontenible
se levanta para vengar a su jefe y pasear por la calle el cadáver de Ospina
Pérez!¡Pueblo, a la carga!¡A las armas! ¡Tomaos las ferreterías y armaos con
las herramientas!>>
<<Con
ustedes, Jorge Zalamea Borda, para comunicarles que se acaba de recibir un
radio de Nueva York avisando que el doctor Eduardo Santos salió ya en avión
expreso a Bogotá, a tomar el poder y restablecer el orden constitucional en su
calidad de primer designado. El movimiento del pueblo está triunfante y el
régimen oprobioso de Mariano Ospina Pérez ha caído para siempre…>>
Los
centenares de presos comunes que escaparon de las cárceles de la Picota y
Municipal que hicieron su agosto en la ciudad, fueron otro factor que
influyó en el desbordamiento de la
población hacia el saqueo y la anarquía.
La hora de las definiciones
políticas
Al
caer la tarde del 9 de abril, el movimiento popular como expresión de
levantamiento espontáneo, estaba fracasado. En la noche, ese pueblo que había
entregado su vida por el ideal de volver a un régimen liberal, nada tenía que
hacer en el futuro de las decisiones políticas. El presidente Ospina ya tenía
un evidente control militar sobre la ciudad.
La multitud había sido desalojada del centro, especialmente de los
sectores neurálgicos como la zona bancaria. Los militares sólo habían
custodiado los bancos, mientras mirabas impasibles a ese pueblo, sediento,
asaltar almacenes y ferreterías. Después de las seis de la tarde, la tropa
comenzó a tomar la ciudad cuadra por cuadra. Ello, naturalmente, le daba cierta
estabilidad al gobierno de Ospina.
En
las horas de la tarde, el partido comunista y la CTC lanzaron consignas de
formación de milicias populares y organización de una junta revolucionaria de
gobierno. Pero no tenían las fuerzas reales ni los métodos acertados para
conducir a esa masa anarquizada. En tempranas horas, después de conocerse la
noticia del asesinato de Gaitán, se determinó la huelga general y ésta se
produjo, no como fuera de convicción, sino por un proceso de arrastre
espontáneo de la población, que sin plan de ninguna naturaleza, paralizó la
ciudad.
Se
forman entonces los epicentros políticos donde se conjugaron las distintas
opiniones de los liberales, gentes de izquierda y del pequeño partido
comunista. En la clínica Central, en la sala de radiografía, incluso antes de
darse la noticia definitiva de la muerte de Gaitán, porque se ocultó por varias
horas, se comenzó a discutir lo que se iba a hacer, el rumbo que debían tomar
los acontecimientos. El pueblo ya estaba levantado en las calles, expectante, a
la espera de las orientaciones de sus dirigentes que nunca llegaron.
En
la clínica Central resaltaban varias tendencias en las discusiones, recuerda
Diego Montaña Cuellar. Alfonso Araujo y otro grupo que estaba con él sostenían
la tesis que había que restablecer la Unión Nacional, que lo que estaba
sucediendo en Bogotá era sumamente grave, que el pueblo estaba en una situación
espantosa. Otros sostenían que el responsable de la muerte de Gaitán y de la
violencia que vivía el país era el gobierno de Ospina y que por tanto se le
debía exigir la renuncia. Una tercera, entre ellos la posición de Plinio
Mendoza Neira y Alberto Arango Tavera, era
que no se le debía pedir la renuncia a Ospina, que se debía conversar con los
militares y dar un golpe. Triunfó la tesis de los partidarios de restablecer la
Unión Nacional para acabar con el levantamiento del pueblo, con su insurgencia.
Eran los que deseaban ir a palacio a pedirle la renuncia al presidente.
Es
el propio Carlos Lleras Restrepo quien da la explicación sobre aquella reunión
en la clínica Central, años más tarde en sus reflexiones, cuando dice que ellos
comprendieron que la constitución de una junta revolucionaria <<crearía
automáticamente la protocolización de un estado revolucionario con
imprevisibles consecuencias>>. Y
aclara que su posición, como la de Echandía, Araujo y muchos otros liberales,
fue que era conveniente y necesario restablecer un inmediato contacto con el
gobierno para poner fin a los choques violentos y para buscar la fórmula más
adecuada a fin de evitar que el país se precipitara en la anarquía.
Era
bien clara la posición de los liberales que fueron a palacio y hasta el
carácter que deberían expresar las futuras conversaciones.
La Junta Central
Revolucionaria
La
batalla política había comenzado. Ospina espera refuerzos militares de Tunja y
ya tiene una amplia información de lo que está sucediendo en Bogotá y en los
departamentos. Le dicen que una delegación de notables liberales se dirige a
palacio para hablar con él. La situación en ese momento ya le era totalmente
favorable. La Conferencia Panamericana fue suspendida y la mayoría de los
delegados fue a resguardarse en el batallón de la guardia presidencial. El
ejército recupera la Radiodifusora Nacional y comienza la transmisión de
boletines oficiales del gobierno. En palacio se inician las conversaciones
entre los dirigentes liberales y el presidente Ospina.
En
la emisora Últimas Noticias se produce un fenómeno por cierto muy interesante,
pero a la postre de resultados muy limitados. Se crea la Junta Central
Revolucionaria de gobierno, con objetivos sujetos al desarrollo de las
conversaciones en palacio. No plantean una razón de poder, ni siquiera de
expectativa. Hizo estragos la mentalidad de subalternos en quienes pretendieron
darle un cauce real y definitivo al movimiento. Gerardo Molina recuerda que
cuando hablaron de crear una junta de gobierno fue para que mantuviera la moral
de la gente, con la intención de hacer algo, por si el pueblo oía; pero ya no
escuchaba: cualquier orientación caía en el vacío. Se dieron consignas
referentes al mantenimiento de la moral y a la vigilancia del aeropuerto.
La
Junta Central Revolucionaria, que para muchos fue fantasmal, pero que en cierta
medida buscó convertirse en un factor de dirección, de organización fue
integrada por Gerardo Molina, Adán Arriaga Andrade, Jorge Zalamea, Rómulo
Guzmán, Carlos Restrepo Piedrahíta y Carlos H. Pareja. La junta dictó su primer decreto:
Constitúyase Últimas Noticias en el órgano oficial de difusión al servicio del
comité ejecutivo de la Junta Central Revolucionaria de gobierno y del
movimiento liberal que se desarrolla en el país.
Y
desde Últimas Noticias Arriaga Andrade dijo: <<La Junta Revolucionaria
anunca que en la Quinta División de policía vamos a distribuir armas en primer
lugar. Y en segundo, a todo el que se capture con atados en la cabeza,
asaltando y robando, llevarlo a la Quinta División, cerca del panóptico, para
seguirle inmediatamente consejo revolucionario>>.
Ocurrió
todo lo contrario de lo que se anunciaba por radio. Quienes pasaron esa noche
decisiva en la Quinta División de policía, estuvieron pegados al cordón telefónico
en línea directa con palacio, a la espera infinita de posible orientación o de
cualquier tipo de órdenes.
Las conversaciones en
palacio
En
un ambiente de frialdad protocolaria, el presidente Ospina recibe la visita de
los dirigentes liberales. Al comienzo tratan de evitar el ambiente tenso de
posibles acusaciones. No revelan sus primarias intenciones. Le relatan al presidente
sus peripecias en la calle por las cuales atravesaron hasta llegar a palacio. A
petición suya, Plinio Mendoza cuenta la forma en que se produjo el asesinato de
Gaitán. Lleras Restrepo interrumpe a Mendoza Neira, se está perdiendo demasiado
tiempo, se debe actuar con prontitud.
Como
no existe un acuerdo tácito entre los delegatarios liberales, quien habla a
nombre de la comisión no es un caracterizado político, sino un veraz
periodista, don Luis Cano. Lo hace con un lenguaje distanciado. Después de
decirle al presidente cómo lo admira y respeta, y de qué manera El Espectador
ha venido defendiendo su administración y luego de ponerse a sus órdenes como
colombiano y amigo, cree <<que debemos considera alguna medida rápida y
efectiva, porque el tiempo apremia y no debemos esperar a que sea demasiado
tarde>>.
Es
el presidente quien pregunta: <<¿Qué medida insinúan que debe tomarse?>>
Nadie responde. Están tanteando el terreno. El presidente Ospina insiste en su
pregunta, don Luis Cano responde que no venía preparado para esta entrevista,
que sus compañeros tienen la palabra. Lleras es el más decidido. Expresa que
cualquier medida que se tome llegará demasiado tarde. Es el propio Lleras
Restrepo quien nos da luces sobre cuáles eran las pretensiones de los
liberales, que hasta ese momento ninguno había expresado. Habla de los
antecedentes que habían ocasionado el rompimiento de la Unión Nacional, tan
frescos todavía; que sólo el retiro del presidente Ospina podría tener
suficiente eficacia para calmar las multitudes. Le parecía que ese camino, que
dejaba a salvo los sistemas constitucionales, era por todos los aspectos
preferible a que sobreviniera el derrocamiento del gobierno, porque el país
había entrado en un estado de anormalidad jurídica cuyo posterior desarrollo
nadie podía siquiera prever.
Eran
simplemente como <<los puntos de vista de unos liberales preocupados por
la suerte del país y no como una petición que nosotros pudiéramos formular al
presidente como representantes de las gentse amotinadas, ni como un ultimátum
que una revolución hiciera por nuestro conducto>>.
Alfonso
Araújo le increpa al presidente: los incendios cubren la ciudad, <<oiga
las ametralladoras del ejército. ¡Esto es una masacre horrible!>> Vaticina
la caída del gobierno. Ospina le responde que el ejército está cumpliendo el
deber elemental de defender la constitución. Don Luis Cano recomienda a sus
compañeros más cordura y cordialidad en las deliberaciones, concilia los ánimos.
Echandía, que había sido elegido sucesor de Gaitán en la clínica Central, en
ese trascurrir es un hombre mudo. Espera seguramente la culminación de ese mar
de palabras.
Mendoza
Neira dice con gran entusiasmo que Echandía es el único hombre capaz de contener
las iras del pueblo, por su prestigio, porque fue aclamado por la multitud al
conocerse la noticia de la muerte de Gaitán. Roberto Salazar Ferro está de
acuerdo. El propio Ospina les abre el camino para que ellos clarifiquen su
fórmula: <<Entonces ustedes lo que quieren es que el presidente se retire
del poder, ¿no es eso?>> Lleras Restrepo no oculta su euforia. Es un
punto que le parece muy importante. Ospina era dueño de la situación. Sus
interlocutores sólo estaban expresando <<puntos de vista>>. Él
estaba jugando con las cartas del tiempo. Los refuerzos de Boyacá estaban en
camino, y tenía bajo su control la situación del país, exceptuando Ibagué.
Con
frialdad responde a los liberales que el pueblo lo eligió para regir sus
destinos y, al abandonar la presidencia de la República, su nombre pasaría a la
historia como un traidor, arrojando el más horrible baldón a la memoria de sus
antepasados. Les pide que piensen que lo que sucedería en los departamentos,
por lo menos seis de ellos marcharían a reconquistar el poder que se les había
arrebatado. <<Tendríamos, pues, la guerra civil>>.
Se
rompe el encanto de una posible ilusión, por impotencia ante la amenaza del presidente
de una guerra civil No tienen en sus manos sino las palabras. Ahora vienen las
incriminaciones de que el gobierno de Ospina es el culpable de la violencia. El
presidente les pregunta nuevos detalles de cómo llegaron a palacio. El tiempo
sigue sus lentos pasos. Echandía se anima un poco. Lleras insiste en la fórmula
del retiro del presidente. El presidente responde que saldrá vivo de palacio y
no será sino cuando termine legalmente su periodo. Don Luis Cano insiste en que
su separación del poder facilitaría la terminación de la revuelta y se haría
digno de la gratitud del pueblo colombiano. Ospina contraargumenta que su
separación del poder, lejos de arreglar, empeoraría la situación, provocando
una sangrienta guerra civil.
Ospina
nada prometió, nada avanzó ante los comisionados liberales, como no fuera su
propósito de permanecer a todo trance en
la presidencia. Sólo él podía definir la situación, tenía sus razones.
Posteriormente,
Lleras Restrepo, con otros elementos de juicio, enfocaría así la situación: <<Naturalmente,
el presidente tenía en esos momentos informaciones de que nosotros carecíamos,
sobre todo respecto a la situación creada en Antioquia y en algunos otros
lugares del país, y tenía razón al pensar que si bien su retiro podría calmar
el ánimo de los liberales en Bogotá y contener la revuelta, era bien posible
que el conservatismo se negara a aceptar esa solución y se creara
automáticamente un estado de guerra civil en la República>>.
Darío
Echandía recuerda con una especie de mea culpa las conversaciones de palacio: <<Es
evidente que don Luis Cano le dijo al doctor Ospina que la solución era que me
encargara yo del mando. ¿A qué título? Era un golpe de cuartel, un golpe de estado.
Yo no era el designado; el designado era el doctor Santos, que estaba en Nueva
York>>.
La Quinta División de
policía
En
la Quinta División de policía, setecientos hombres insubordinados, bajo la
dirección del capitán Tito Orozco, con la presencia de Adán Arriaga Andrade,
estaban sometidos esa noche del 9 de abril a la espera de las órdenes desde
arriba. A esa terrible espera que no permite a los hombres tomar decisiones en
momentos tan definitivos en la historia de un país. Porque influía más en ellos
la psicología de ser subalternos. Sólo existían para ellos las jerarquías. No
había órdenes habladas ni escritas que los empujasen a actuar decididamente.
Sus ojos, sus mentes, su accionar nervioso estaban en palacio. Y los que se
encontraban en palacio no iban a pronunciar ese tipo de órdenes. Los hombres
que vivieron esa terrible noche en la Quinta División de policía no tuvieron el
aliento suficiente para poner a funcionar sus armas.
En
la tarde del 9 de abril, entre la ola de manifestaciones que penetró a la
Tercera División de policía, estaba un joven estudiante de 21 años llamado
Fidel Castro. Aunque estuvo entre los primeros que entraron, sólo pudo tomar un
fusil de gases lacrimógenos y un montón de cápsulas para cargarlo. Subió a uno
de los pisos superiores en busca de otro tipo de arma y entró en una
habitación. Alí había varios policías que no atinaban qué hacer. En medio de
aquel desorden, Fidel se puso un par de botas, una capota militar y una gorra y
bajó hacia el patio donde se sentían muchos tiros al aire. Alguien quiso poner
orden, y Fidel se unió a un grupo que en el palacio se alineaba en escuadra. Un
oficial le preguntó qué iba a hacer con un lanzador de gases y sin esperar
respuesta agregó: <<Lo mejor que puedes hacer es darme eso y toma este
fusil>>. Fidel Castro, desde luego, no opuso reparos.
Fidel,
al conocer la noticia del asesinato de Gaitán, se involucró de inmediato al
levantamiento. Con su fusil se trasladó con un grupo de estudiantes a defender
la Radio Nacional, que ya estaba cercada por el ejército. Luego fue a la
Universidad Nacional y más tarde a otra estación de policía. En la otra noche
llegó a la Quinta División. Como cualquier colombiano conmocionado por los
acontecimientos, vivió intensamente la tarde abrileña. Había venido a Bogotá
unos días antes, para participar como delegado en un congreso estudiantil que
se estaba celebrando para protestar contra la Conferencia Panamericana. Había
conocido personalmente a Gaitán el 7 de abril, porque él le había prometido a
una delegación estudiantil que hablaría
en la clausura del evento. Fidel, junto con otros estudiantes, tenía una
cita con Gaitán el 9 de abril a las dos de la tarde. Cita que no pudo cumplirse.
En
la Quinta División de policía vio aquella fuerza grande de setecientos hombres
armados, acuartelados a la defensiva. Y reflexionó sobre esa situación. Le pide
una entrevista al jefe de la guarnición y le dice que toda experiencia
histórica demuestra que una fuerza acuartelada está perdida. Le habla de la
propia experiencia cubana: toda tropa que se acuarteló siempre estuvo perdida.
Le razona, le discute, le argumenta y le propone que saque la tropa, que es una
torpa fuerte, que atacando podría realizar acciones decisivas. El jefe de la
policía lo escuchó, pero no tomó ninguna decisión. Fidel le insistía que
lanzara a ese grupo de hombres armados contra el palacio de gobierno. Fidel
recuerda <<Nos pasamos toda la noche esperando el ataque del ejército>>.
Luego le tocó ir de comisión junto a un grupo de policías, en los alrededores
de Monserrate, esa madrugada.
Adán
Arriaga Andrade, por cierto dolorosamente crítico, recuerda que esa noche en la
Quinta Divisón de policía había en ellos una especie de indecisión que los
amarraba y les impedía realizar cualquier acción, un sentido de respeto jerárquico:
<<Nosotros queríamos actuar, nos faltó personalidad suficiente como para
decir: Aunque nos maten, aunque pase lo que pase, nosotros vamos actuar…>>
Pero no actuaron. Fue, para ellos, una noche adivinando ¿la dirección liberal
estará en palacio, estarán presos o tendrán acorralado a Ospina? No había
información, todo fue un gran desorden. Los setecientos policías insubordinados
vivieron esa noche, como vivió el país, a la espera de órdenes que nunca
llegaron.
Lleras
Restrepo recuerda en su analítica y fría memoria una de las llamadas que recibió
desde la Quinta División de policía en la madrugada del 10 de abril. Respondió
que todavía no había solución de ninguna clase, que los liberales estaban en
palacio insistían en buscar la solución
que juzgaban adecuada. Pero que no quería en manera alguna <<que pudiera
decirse más tarde que por consideración con nosotros, el pueblo liberal de
Bogotá había quedado inmovilizado en su acción>>. Insiste en que <<nosotros
no aconsejábamos la insurrección ni estimamos nunca que ése fuera el camino conveniente para el liberalismo y la República>>.
Agrega que <<quienes estaban afuera en contacto con la gente, adoptaron
por su propia voluntad la decisión de esperar el resultado de nuestras
gestiones y no por orden nuestra…>>.
La
Junta Revolucionaria desapareció en la noche. Su objetivo agitacional perdió
importancia ya al caer la tarde del mismo 9 de abril. De sus consignas, nada
quedaba, sólo el eco de las órdenes de la Junta Revolucionaria que se
escuchaban en pequeñas y grandes poblaciones, donde se habían constituido
también juntas revolucionarias que estaban sujetas a la espera de orientaciones
del Comando Superior.
Fue,
a todo nivel, la espera de la misma espera.
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